Ayer por la tarde, me encontraba en la oficina y como todos los jueves, nos veríamos a las 5:00 PM para una junta de negocios. Como en toda junta, era probable que un sin fin de temas se fuesen a desarrollar.

Suelo ser una persona que prefiere escuchar y hablar un poco menos. Esto, con el principal objetivo de aprender y abrir mi mente para información que desconozco, quizá también como muestra de respeto.

Para mi sorpresa, el día de ayer pasó de ser una junta de jueves cualquiera, a convertirse en un estimulante que me arrebató el sueño por la noche.

Con el pensamiento de que los momentos inesperados traen consigo cosas inimaginables, me encontré en medio de una mesa rectangular con un sin fin de ideas, aún sin forma.

Debo confesar que siempre me ha gustado mi país y me siento profundamente orgullosa de ser mexicana. Creo que nuestra cultura, nos ha inculcado el deber de llevar nuestra bandera a donde quiera que vayamos, por muy lejos que nos encontremos. Sin embargo, no puedo entender, ¿A qué se debe el hecho de que cuando estamos en México, preferimos aún consumir productos extranjeros?, ¿Por qué no hemos sabido dar valor al potencial mexicano?, ¿Cuál es la razón por la cual diariamente consumimos y confiamos más en otros mercados?

Con una lluvia de dudas sin contestar, me invadió un profundo sentimiento de malestar, mezclado con una cierta responsabilidad por hacer algo al respecto.

Como bien sabemos, la educación es la mayor de la riquezas que posee hombre, dominamos que el conocimiento nos da poder y el poder nos da herramientas. Pero, ¿qué pasaría si decidiéramos quitar la flojera para crear, tomar la batuta, permitir equivocarnos y dejar que la práctica nos convierta en maestros?

Suponiendo que lo hiciéramos, pasarían probablemente dos cosas: la primera es que elevaríamos nuestro autoestima y confianza, al descubrir que nuestro potencial es superior a lo que pensábamos. Lo segundo, viralizaríamos nuestra anécdota, en busca de contagiar nuestro sentir con la gente cercana.

Lo mismo sucede con nuestro país, le hacen falta manos dispuestas a ensuciarse haciendo. Historias de éxito que nos hagan confiar en nosotros y consumidores orgullosos de nuestra nación.

¿Por qué alguien creería que somos los mejores si ni siquiera nosotros consumimos o aprovechamos lo producido en México?

Con esta idea en mente, llegó la hora de salvar nuestras raíces, de aplaudir al artesano, de dar valor al mezcalero, al zapatero, costurero, carpintero y todos los “eros” que han dado vida al término que a los millenials amamos tanto. Me refiero a todos los negocios que por su especialidad, denotan la esencia de su razón de ser, un mantra que hace que el negocio tenga corazón y cobre vida propia. 

Como cuando nos referimos a “La cervecería”, “La botanería”, “La corbatería”, “La samplería”, “La mezcalería”... En donde la terminación “ría”, sustituye de buena manera al “Yo haría”, “Si tan solo yo podría”, “Me gustaría”, “Me atrevería” y todos los “rías” que se ven convertidos en pretexto.

Convirtamos nuestro potencial en ganas, nuestras ganas en acciones, nuestras acciones en decisiones y nuestras decisiones en un destino. Hagamos del verbo, una acción presente y no futura.

Solo así recobraremos el valor verdadero de nuestro mercado nacional. 

Nuestro destino es México.

“Viva el talento mexicano”


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